Ese fin de semana decidimos subir al Cerro Pan de Azúcar, uno de los siete cerros tutelares de Medellín, junto al Cerro Nutibara, El Volador, La Asomadera, El Picacho, Santo Domingo y Las Tres Cruces. La idea de ascender por este monumento natural, nos emocionaba. Queríamos experimentar la conexión entre la naturaleza y la ciudad.
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Nuestro punto de partida fue en el sector de Las Torres, donde nos encontramos con los demás miembros del grupo, todos profesores de música de la misma Institución. Nuestro guía, Juan, nos esperaba, para llevarnos por el sendero que nos conduciría a la cima.
Desde el primer momento, el camino estaba bien marcado. El sendero, de tierra y piedras, mantenía su encanto natural, aunque en algunos tramos había sido acondicionado para facilitar el ascenso. El primer tramo tenía una inclinación moderada, pero como era época de lluvias, el suelo estaba algo resbaladizo, lo que nos obligaba a caminar con precaución.
A medida que avanzábamos, el paisaje comenzaba a cambiar. La vegetación baja acompañaba todo a nuestro alrededor mientras el sendero nos revelaba, poco a poco, la ciudad que empezaba a asomarse bajo nosotros.
Mientras ascendíamos, nos encontramos con escalones naturales formados por rocas, lo que hacía el trayecto más desafiante y emocionante. En ese punto, el camino se hizo más estrecho, pero seguíamos avanzando. La conversación fluía entre nosotros, interrumpida de vez en cuando por el asombro frente a la grandeza del paisaje.
El último tramo antes de la cima fue el más exigente. La vegetación se aclaró, el terreno se volvió más rocoso y el viento soplaba con más fuerza, como si nos anunciara que estábamos cerca de nuestro objetivo. Desde allí, ya podíamos divisar la cima, con las tres cruces emblemáticas que coronan el cerro. La vista era impresionante, pero lo que nos sorprendió no fue solo el paisaje.
Fue entonces cuando lo escuchamos por primera vez: era un sonido, ronco y profundo, parecía el rugido de una fiera, alarmados, creyendo que algo nos seguía nos detuvimos para encarar a nuestro perseguidor. El rugido era tan fuerte y cercano que nuestros corazones latían acelerados. Sin embargo, Juan, el guía, al ver nuestras caras de susto, comenzó a reírse con suavidad.
“No, no se asusten”, dijo sonriendo. “No es un puma ni una locomotora, tampoco un río desbordado. Oigan con atención”. Entonces, en silencio, afinamos nuestros oídos y lo escuchamos. El rugido no venía de la montaña, sino de la ciudad. Era una sinfonía compleja y caótica, una polifonía de mil voces. Autos, máquinas, motores, nacimientos y muertes, alegrías y dolores, todo resonaba al ’unísono.
“Es Medellín”, murmuró Juan. “Es el bajo de una ronca melodía. Es Medellín en canción”.
En ese momento, el miedo se transformó en sorpresa. A lo lejos, la ciudad nos regalaba su rugido, una mezcla de vida con pasión el reflejo del espíritu vibrante de Medellín. Habíamos subido el cerro buscando tranquilidad, pero habíamos encontrado música. La ciudad cantaba, su melodía aún resuena en nuestros corazones.
Julio César Muñoz Palacio
Licenciado en lenguas modernas. Magister y doctor en Educación.
“Para mí la escritura de canciones, poesías, cuentos y ensayos más que un gusto es una necesidad vital que le da sentido a mi vida. Escribir es vivir una experiencia mil veces”.