Un caso que dejó con el corazón arrugado a más de uno llegó al Centro de Atención y Rehabilitación de Fauna Silvestre del Valle de Aburrá. Se trata de una tortuga morrocoy que pasó 30 años metida en una casa, lejos del sol, del pasto y de todo lo que un animal silvestre necesita para vivir dignamente.
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Según el Área Metropolitana, la familia que la tenía no actuó con mala intención, pero sí sin conocimiento. Creyeron que cuidaban a una mascota, sin imaginar el daño que le hacían al mantenerla tres décadas fuera de su ambiente natural.
Cuando el animal llegó al CAVR, los veterinarios encontraron un panorama preocupante: pérdida de color en la piel, poco tono muscular, huesos deformados y hasta una fractura de fémur que explicaba por qué casi no podía caminar. Todo esto producto de años sin moverse como debía, sin recibir la luz del sol y sin la alimentación adecuada.
La directora del Área Metropolitana, Paula Andrea Palacio, explicó que el cuerpo de la tortuga muestra todo lo que pasa cuando un animal silvestre vive encerrado: se enferma, se debilita y pierde comportamientos esenciales para su especie. También insistió en que en vacaciones es común que la gente traiga animales de otras regiones como recuerdo, pero esto genera un daño enorme y, muchas veces, irreversible.
Los especialistas concluyeron que la tortuga tenía una condición corporal muy baja por una dieta equivocada durante décadas. Eso le produjo una enfermedad metabólica ósea, que debilita los huesos y los deforma.
Y este no es un caso aislado. Desde el 2024, el Área Metropolitana ha recibido más de 1.900 tortugas morrocoy, muchas entregadas por ciudadanos o recuperadas en operativos. Lo más grave: esta especie ni siquiera es propia del Valle de Aburrá, lo que demuestra que la mayoría llegan por tráfico o tenencia ilegal.
Las autoridades insisten en algo sencillo pero urgente: los animales silvestres no son mascotas. Tenerlos en casa afecta los ecosistemas, pone en riesgo las especies y termina causando historias tan tristes como la de esta tortuga.
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